Las ruidosas sirenas de los coches de policía y de las ambulancias precedían la inminente llegada de estos por la sinuosa carretera de montaña, abajo en el valle, sólo se distinguían las potentes luces que iluminaban el jardín. Tres cuerpos yacían sobre el suelo de la cocina, muy próximos los unos a los otros. Así los encontró la policía cuando entro en la mansión. Los cuerpos fueron trasladados al hospital. A las dos horas, dos personas con aparatosos vendaje en la cabeza franqueaban la puerta del hospital y se dirigían hacia el coche que se había puesto a su disposición.
Poco más de quince minutos separaron su salida del hospital de la llegada a la gran casa. Ambos penetraron en su interior, no cruzaron palabra en todo el trayecto tan sólo se miraban mutuamente a los ojos; se abrazaron, como tantas otras veces. Así permanecieron, callados, el silencio lo decía todo, se oía el palpitar de sus corazones.
_Te quiero _dijo Derek _ por fin somos libres.
_no nos ha costado mucho deshacernos de esa maldita arpía –musitó George, le observaba hipnotizado.
De nuevo el silencio y un largo y cálido beso que unió a los dos hombres en uno solo, tal vez ahora y solo ahora se percibía el lejano y tenue murmullo de las olas en su periplo hacia la costa.
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